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febrero 27, 2016

A doña María se le borró la cara

Una decena de ancianos minados por la lepra sobrevive al paso del tiempo en el último leprosario de México

Hace ya mucho tiempo, frente al espejo, María Cárdenas vio borrarse su rostro. Ocurrió lentamente, con una cadencia casi bíblica. Un ojo se nubló, luego se le hundió la nariz, le siguieron las orejas, la barbilla se deshizo y hasta los dedos desaparecieron. Todo eso pasó, pero ella, ante el espejo, seguía viéndose como la chica de 14 años, huérfana y alegre, que era antes de ser devorada por la lepra y apartada del mundo.

Han transcurrido 63 años y María, que ya es Doña María, sigue de buen humor. Indestructible, la anciana ha salido a un patio lleno de sol para celebrar la fiesta de La Candelaria. Bajo los aligustres, se ha sentado junto a Lucio, de 86 años, otro paciente de cara borrada. Ambos van en silla de ruedas. A su alrededor aletean los médicos y enfermeros del último leprosario de México, ahora llamado Hospital Dermatológico Doctor Pedro López. Les abrazan y tocan continuamente. El cariño forma parte del tratamiento contra el estigma que acompaña a la lepra. “Aunque se cure, margina a quien la sufrió, a su familia y al propio lugar donde se descubrió”, afirma el director estatal de Vigilancia Epidemiológica, Víctor Torres.

El sanatorio forma una isla extraña. Su creación fue decidida por el presidente Lázaro Cárdenas tras una protesta de enfermos que exigían un lugar donde ser atendidos. El general, impresionado por aquella marea de tullidos en el Zócalo, expropió una rica hacienda en Zoquiapan (Ixtapaluca), en el Estado de México, y se la otorgó, bajo dirección médica, a los propios pacientes. El 1 de diciembre de 1939 abrió sus puertas uno de los experimentos más singulares de América.

En sus 34 hectáreas, llegaron a convivir 680 personas. De pabellones amplios y ventilados, el lugar se volvió a una pequeña ciudad para los afectados y sus familias. Disponía de campos de cultivo, escuela, iglesia, ambulatorio, zapatería, barbería, casino y hasta una cárcel de cinco celdas custodiada por un paciente-policía. Los internos vivían en una burbuja, con sus propios ritmos. Había bailes, deportes, kermés. En algunos casos, hasta se casaban. Doña María lo hizo. En Zoquiapan conoció a su marido, otro leproso, y con él tuvo siete hijas. “Fueron buenos años. Antes de perder mi pierna izquierda, a mí me encantaba bailar, lo hacíamos en el comedor, nos ponían El zopilote mojado o La Rielera. Y anda que no nos divertíamos”, recuerda María.

Esta efervescencia empezó a languidecer a finales de los cincuenta. Los leprosarios se volvieron un sinsentido ante el avance médico. Aunque es una enfermedad de incubación lenta, cuyos síntomas puedan tardar 20 años en aparecer, las combinaciones de fármacos la hicieron curable y el cuidado a los afectados redujo drásticamente su transmisión. El bacilo, que se contagia por las gotículas nasales y orales de enfermos no tratados, inició el camino de su desaparición en México (175 casos en el último año). Y lo mismo ocurrió con Zoquiapan.

Poco a poco, dejó de haber ingresos y la ciudad de los leprosos se redujo hasta quedarse en una comunidad de 11 ancianos aislados. A su alrededor, como en sus vidas, se dibuja ahora un paisaje en retirada. En los pabellones habita el abandono y sólo un último reducto de casas, con sus flores y palmeras, mantiene la ficción de la normalidad. “Sienten melancolía, mucha, de cuando eran jóvenes y se divertían en este lugar”, dice la encargada de la atención médica, Isabel Quirós.

Los internos, con secuelas graves, ya son demasiado mayores para moverse. Casi ninguno camina, y los que pueden, no tienen con quien salir. En este lento ocaso, ladean la cabeza y guardan largos silencios. Todos, menos María. Ella, desde su silla de ruedas, sigue adelante. Se ha puesto un gorro rosa y unas gafas de sol negras. “Soy muy enamoradiza”, suelta. Y luego rompe a reír. Se hace tomar del brazo por el doctor Torres y el periodista, e implora que le canten algo. El médico, a duras penas, se arranca con una ranchera. Cuando acaba, Doña María, desafiante y mexicana, rompe con La Rielera. El corrido revolucionario hace callar a los congregados. Una voz dulce y casi infantil surge de la anciana. Yo soy rielera / tengo mi Juan / él es mi vida / yo soy su querer. Es María Cárdenas ante el espejo; huérfana y alegre.

Fuente: elpais.com