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mayo 02, 2020
Iglesia postpandemia: apocalipsis y revelación
Dios logró de manera sorprendente captar nuestra atención. Vivimos un tiempo no necesariamente apocalíptico, pero sí estamos en apocalipsis -revelación- para la iglesia.
Habíamos dicho en las dos notas anteriores que un virus recientemente descubierto -menos de seis meses- vino a cambiar de manera significativa nuestros patrones sociales, culturales, económicos, educacionales y religiosos; en consecuencia, vislumbramos por qué habría una nueva normalidad a la que deberíamos comenzar a considerar en algunos aspectos como permanente y cuál debería ser la pastoral necesaria para atenderla. Nuevamente la realidad superó a la ficción.
En el presente artículo quisiera proponerles reflexionar sobre ¿cómo debería ser la iglesia de la postpandemia?
Dijimos que, si bien no tenemos fecha, esta pandemia también pasará. Siempre es bueno recordar que mi visión no es teológica sino sociológica y en ese marco trataré a pensar en el futuro próximo.
En primer lugar, todos deberíamos hacernos a la idea que luego de la pandemia sanitaria sobrevendrá la inevitable pandemia económica. Dicha sucesión de eventos exigirá independientemente del accionar de los estados redefiniendo prioridades y llevando a cabo acciones concretas que permitan minimizar los posibles actos de corrupción, un importante esfuerzo de todos nosotros para ayudar a los hermanos más vulnerables, los extranjeros y aquellos que hayan quedado sin trabajo, además de pensar nuevas e imaginativas formas para realizar la misión en sus diversas formas, mantener las estructuras de los templos y redefinir prioridades económicas.
En segundo lugar, debemos asumir que la fe seguirá ocupando un lugar de preminencia entre las personas, vale la pena recordar a Iván Petrella cuando afirma que: “las religiones son, para bien y para mal, nos gusten o no, un fenómeno global, universal, y esencial al ser humano” (Diario La Nación, 07 de marzo del 2020).
En este contexto deberíamos, nosotros los pastores, entender que las personas van construyendo su relación con Dios a partir de su propia experiencia a lo largo del tiempo, de su intimidad con Dios y esto no necesariamente responde a patrones estructurales o institucionales rígidos, aunque en parte los moldea, sino por el contrario, más bien se nutre de su mundo relacional (horizontal y vertical). Lo que llamamos la “religión vivida” (Tweed, 2015; Orsi, 2015), o sea, aquella que parte de lo cotidiano, de la vivencia diaria, lo que las personas en su interior vivencian de Dios y el modelaje que Dios va llevando día por día en cada uno de ellos.
Dios logró de manera sorprendente captar nuestra atención. Más allá de la postura teológica de cada uno en relación con las “últimas cosas”, debemos reconocer que vivimos en un tiempo que no necesariamente es apocalíptico, pero sí, estamos en un apocalipsis -revelación- necesario para la iglesia.
Dios nos empezó a revelar una perspectiva de la iglesia más parecida a la de su corazón que a nuestras apreciaciones personales o institucionales. Por eso en resumidas cuentas volvimos al punto de inicio, a la iglesia en las casas, a una relación más personal con Dios, a una fe no mediada sino desarrollada por la obra del Espíritu Santo al ritmo de cada uno y no de un programa eclesial que tiende a no respetar las individualidades.
Aunque resulte paradójico lo que voy a escribir, la iglesia propició muchos paradigmas anticristianos, obviamente sin darse cuenta: poniendo más énfasis en la mediación carismática que por la formación integral del discípulo, optó prefiriendo el activismo al tiempo para la familia, escogiendo el prejuicio antes que la misericordia, pretendiendo manipular a Dios con nuestras exigencias y declaraciones, optó al enseñarle a la gente que lo que necesitaba estaba en ellos y no en Cristo o haciéndoles creer que nunca tendrían aflicciones o deberían tomar su cruz y seguirlo, eligió favorecer los protagonismos escénicos a una adoración comunitaria integral, optó pensando que podía haber redención sin encarnación o misión sin amor. La misión no es un tilde a cumplir, un programa a ejecutar, sino es llevar el sentir de Dios a todo lugar.
Por muchos años nos centramos tanto en nuestro imago mundi (imagen del mundo), en nosotros mismos que por momentos perdimos de vista la visión de Dios, su imagen recreándose en cada necesitado, en cada hambriento, en cada enfermo, en cada desahuciado, en cada frágil en la fe, en cada acto de injusticia. Logramos afianzarnos en el mundo sin impactar al mundo, dándole prioridad a nuestro corazón antes que a la necesidad de tener un corazón conforme al de Dios, que haga todo lo que Él quiere que haga (Hech.13:22 NTV).
En línea con lo señalado y de cara a los tiempos que vienen recobran sentido las palabras de Jesús a sus discípulos y a cada uno de nosotros: “Y tangan por seguro esto que estoy con ustedes siempre, hasta el fin de los tiempos” (Mt.28:20 NTV).
Esto nos da esperanza, una renovada seguridad de confianza que se apalanca en la misericordia y la gracia de Dios, no en nuestros recursos, estrategias, medios o posibilidades. Sin lugar a duda la iglesia resurgirá triunfante de la crisis en tanto aprenda a depender enteramente del Señor de la iglesia, Jesús lo anticipó: “Y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y el poder de la muerte no la conquistará” (Mt. 16:18 NTV).
Por ende, la iglesia de la postpandemia, en mi humilde opinión, deberá:
Desarrollar una misión conforme al corazón de Dios, esto es, que sienta y palpite como Dios lo hace especialmente por los perdidos y los necesitados. Suena obvio, pero no lo es tanto. Cuando nos corremos un milímetro del modelo original (Jesús), sin darnos cuenta en poco tiempo estaremos distanciados de Él, en un ambiente religioso pero carente de amor y misericordia.
Deberá volver a predicar el Evangelio en su integralidad, experimentar el cumplir la misión con hechos antes que con palabras (consistencia), volver a subir la Biblia a los púlpitos en lugar de mensajes motivacionales con todo lo que ello implica. El lenguaje marca, aún sin darnos cuenta, las cosas que están en desuso o pasadas de moda, preguntemos a un joven de la iglesia sobre las palabras: casete, diskette, tintero, secante, entre otras y no tendrá idea qué son. Cuánto hace que no escuchamos con la frecuencia deseada desde los púlpitos las palabras: arrepentimiento, aflicción, santidad, entrega, infierno, rendición.
Redescubrir la oración, la intercesión, la Palabra y la santidad como necesidades indispensables del creyente para acercarse a nuestro Señor. La oración es dialogo no monólogo, es quebrantamiento no exigencia, es dependencia y no solamente emotividad.
Deberá tener estructuras ágiles y dinámicas que le permitan al igual que la iglesia primitiva desarrollarse en todo lugar donde haya un cristiano (misión personal). Promoviendo de manera genuina el sacerdocio de todos los creyentes a fin de que en cada lugar que ellos estén, el Reino esté presente. En casi todas las iglesias solo sirve a Dios entre el 10% y el 15% de sus miembros, pero nuestra responsabilidad es discipularlos, instruirlos, motivarlos, enviarlos y corregirlos en amor y paciencia tal como Jesús lo hizo con sus discípulos a fin de que todos sean siervos que muestren a Dios donde se encuentren; en esto que es esencial la iglesia fracasó.
Deberá estar preparada para tener un nuevo concepto de encuentro, más allá del culto. De hecho, si bien muchos siguen las reuniones por medio de las redes, éstas también pueden ser justificantes de la exclusión, hay muchos que no acceden a ellas o son ancianos y se pierden en la vorágine del crecimiento virtual. Esto significa, con los cuidados sanitarios del caso, acercarnos a las personas, tener oficinas más vacías pero las manos más “sucias”.
Romper definitivamente los prejuicios, dejar de poner rótulos, de guiarnos por estereotipos infundados. Esto facilitará la unidad, medio indispensable para que el mundo crea. El Evangelio igualó a los pobres y los ricos, a los esclavos con los libres, al judío con el gentil, al hombre con la mujer, a los pastores con los religiosos, unió el cielo y la tierra. Todos eran diferentes, pero había un único Señor, una sola fe, un mismo bautismo y una esperanza común.
Deberemos entender que lo que necesitamos no lo podemos obtener con lo que tenemos. Jesús les dice a los discípulos: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. La humildad es el instrumento que facilita el modelaje del Espíritu Santo en nosotros a fin de que podamos reconocernos dependientes, insuficientes, vulnerables y en medio de nuestra debilidad Él pueda hacerse fuerte. No tenemos certidumbres, no tenemos seguridades, pero alcanza con saber que Dios va delante y podemos confiar en su soberanía. Necesitamos colirio para ver, humildad para aceptar y confianza para creer. Somos su iglesia y Él es nuestro buen pastor.
Necesitamos volver a predicar el Reino de Dios (la cultura de Jesús). Si para algo sirvió el covid-19 fue para darnos cuenta de que todo, absolutamente todo es pasajero, inestable y transitorio, solo el Reino de Dios permanece para siempre. El Reino tiene un rey, Jesús; tiene normas, su Palabra; una cultura, la del Sermón del Monte; embajadores, nosotros; un propósito, estar con Él por la eternidad. Ese fue el mensaje de Juan el Bautista, de Jesús y la iglesia primitiva: el Reino se ha acercado, Jesús es Señor. La iglesia tuvo una inesperada habilidad para sortear dicha autoridad y enseñó sumisión a los líderes, pero no a Jesús, por lo menos es lo que obtuvimos en gran parte.
La iglesia deberá adaptarse no para asimilar moldes, formas y maneras que están fuera del corazón de Dios, sino para transformar todo lugar donde está. Sin transformación no hay misión y sin misión no hay iglesia, la iglesia es por y para la misión.
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL