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julio 17, 2017

Los orígenes de la diáspora judía

La diáspora judía ha sido explicada en la historia clásica como la dispersión del pueblo de Israel por el abandono de su lugar de procedencia originaria causado por distintas expulsiones y también por encontrarse diseminado por diversos países del mundo viviendo como minoría en sociedades que no son de su mismo origen.

Ahora bien, los registros corroborados del inicio del proceso de la dispersión judía nos remiten al siglo IV a. c., a partir del impacto del helenismo, cuando Alejandro Magno conquistó Oriente y lo incorporó a su imperio.

En esos años se inició una lenta emigración de familias judías que comenzaron a cruzar las fronteras de Judea y se dirigieron a occidente por diversos motivos: sociales, comerciales, y también por admiración de la cultura helena, entre otras razones. Comenzaron a establecerse en los grandes puertos y principales ciudades, y llegaron poco a poco a las regiones más apartadas del mundo griego.

Los judíos, en ese entonces, estaban expuestos a la cultura gentil más importante y sólo contaban como base de su vida comunal, cultural y religiosa, a la Biblia y a algunas interpretaciones orales desarrolladas por los Escribas. Esta realidad se reconoce como diáspora y representa al conjunto de los judíos establecidos fuera de Judea, y también se utiliza el término diáspora para designar los lugares o territorios en que viven los judíos dispersos.

Durante los dos últimos siglos antes de Cristo, la diáspora era para el judaísmo una situación política, social y religiosa ampliamente conocida y reconocida, tanto por judíos como por no judíos. Filón de Alejandría afirmaba que era difícil encontrar una sola ciudad en la que no hubiera judíos. La cifra de la población judía mundial en el siglo I a. c. varía según los investigadores, entre cuatro millones y medio y siete millones. Donde existe mayor coincidencia es en afirmar que sólo una tercera parte del pueblo judío vivía en su tierra.

Desde el punto de vista del estatuto jurídico, los judíos eran una nación incorporada al imperio, a la que sólo le faltaba la presencia de un Estado. Los judíos disfrutaban de autonomía interna, tanto cultural, jurídica, como lingüística; la ley de Israel era oficialmente reconocida por los diferentes Estados. El carácter internacional de la civilización helenística, siempre preocupada por respetar las libertades de las naciones, facilitaba dicha autonomía. Tanto por el número como por esta reconocida forma de vida autónoma, los judíos constituían en la diáspora ciudades dentro de las ciudades. Se administraban a sí mismos, tenían sus propios tribunales y desarrollaban su propia organización social.

Sin perder su filiación judía y su estatuto, los judíos adinerados o influyentes podían adquirir el derecho a la ciudadanía en la polis en la cual residían. Tal derecho les garantizaba una protección más eficaz por parte de las autoridades. Agrupados alrededor de sus lugares de oración, los judíos formaban en todas partes grupos compactos, en contacto con la población pagana para las necesidades de la vida corriente, pero viviendo separadamente por motivos religiosos y nacionales.

Los judíos de la diáspora, respetando lo esencial de la fe, fueron asimilando progresivamente una serie de valores que portaba la civilización circundante. Una prueba importante de esto fue la pérdida del uso de la lengua hebrea, reservado sólo para la liturgia sinagogal, como lo demuestra la traducción griega de la Biblia. Descubrieron en el platonismo y en el estoicismo ideas sobre Dios, sobre el ser humano y el cosmos, que les pareció posible articular y armonizar con las concepciones de las Escrituras. El resultado fue conocer y estudiar la “sabiduría griega”, un enriquecimiento de la reflexión judía en el campo filosófico, ético y espiritual.

Los idólatras se sentían atraídos hacia el judaísmo, las comunidades de la diáspora aumentaban gracias a las conversiones individuales o familiares, fruto del proselitismo judío. De hecho, las sinagogas se convirtieron en lugares de difusión del judaísmo y varios no judíos se adhirieron a la religión monoteísta hebrea. La irradiación de un culto muy espiritual y contrario al hedonismo griego, en el que las reuniones no implicaban sacrificio alguno, junto a la falta de imágenes divinas, y a la concepción férreamente monoteísta de Dios con reglas de conducta precisas y de una moralidad superior, ejercían una atracción innegable en los hombres y mujeres sumidos en una civilización en crisis. Se formaron dos clases de conversos, los llamados “prosélitos” (los paganos conversos al judaísmo) y los “temerosos de Dios”, (los que adoptaban usos judíos sin ingresar formalmente al judaísmo) que respondían a una doble orientación misionera judía: rígida la primera, al exigir incluso la circuncisión, y la segunda más comprensiva y laxa de las dificultades de los no judíos para aceptar un rito muy resistido socialmente.

Estas adhesiones provocaban movimientos de hostilidad hacia los judíos, que a veces se manifestaban en forma de explosiones violentas. Cicerón no vaciló en calificar a la religión hebrea de “superstición bárbara” y los autores satíricos de la Roma imperial mostraban permanentemente su aversión contra los judíos. La vida separada de los judíos provocó malentendidos, sospechas y odios: un terreno fértil en donde germinaron frecuentes manifestaciones de intolerancia y de violencia.

En el período posterior a la destrucción del Segundo Templo, a medida que las comunidades judías profundizaban su dispersión, se fue produciendo una desintegración de las mismas en el extremo occidental del Mar Mediterráneo, la causa principal fue el corte de relación con el centro judío de oriente fruto de la distancia con occidente.

Esta separación de las comunidades provocó la asimilación y prácticamente la desaparición de las comunidades judías de occidente. Los factores que coadyuvaron a esta pérdida fueron la distancia y la falta de una traducción de la Ley Oral a los idiomas que se hablaban en occidente. Las comunidades occidentales siguieron manteniendo las leyes de la Biblia.

El corte entre las comunidades de estas dos regiones no finalizó en esos tiempos. Junto a la falta de los escritos relevantes, debe contemplarse los escasos viajes que realizaban los rabinos al lejano occidente; solo visitaban a aquellas kehilot que se encontraban cerca de sus lugares de residencia. En general eran escasos los viajes, y los que se realizaban a Roma tenían un carácter político que se caracterizaba por encuentros con los gobernantes romanos.

La gran judería al oeste del Mediterráneo es escasamente nombrada o evocada por los escritos de la época. Los rabinos de oriente casi no visitaban esos lugares, y no se conocen visitas de famosos sabios o eruditos a estos lares, ni que hayan venido a enseñar a los centros educativos de la época. Los investigadores remarcan que la red de comunicación, creada por los sabios de “Jazal” funcionó a la perfección en oriente, pero prácticamente no influenció en el judaísmo de occidente.

De estos hechos se desprende que la realidad en el Mediterráneo occidental fue un campo fértil para la conquista cristiana de los judíos ahí residentes, que provocó una gran asimilación de los judíos a las comunidades cristianas con las cuales convivían. Aquellos judíos que no fueron absorbidos por los misioneros, continuaron conservando los escritos bíblicos en su traducción griega y luego latina y crearon un “judaísmo tanájico” que se ubica en el centro de Europa, a comienzos de la Edad Media.

Fuente: radiojai.com.ar