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300 curas de Pensilvania abusaron de más de 1.000 niños durante décadas

Es un espanto. Uno más de esta larga lista diabólica de depredadores metidos a sacerdotes. Cerca de 300 –¡300!- curas de Pensilvania abusaron de más de 1.000 niños durante décadas. Si estos eran los impíos, ¿cuántos serían los justos en esas diócesis? Pocos, me temo. Y, lo peor, el encubrimiento de numerosos obispos y sacerdotes que callaban y trataban de tapar este mejunje pegajoso y hediondo.

Conocí a un funesto y nefando sacerdote legionario de Cristo, ya fallecido, que me reconoció abiertamente que él tenía perfecto conocimiento de la doble vida de Marcial Maciel, su fundador, desde hacía décadas, y había guardado silencio. Supuestamente, en su momento consultó “a una alta instancia del Vaticano”, quien le recomendó guardar silencio “por el bien de la Iglesia y de la Legión de Cristo” porque ésta última hacía, según el prelado, un gran bien a la sociedad a pesar de Maciel. Vamos, que un tropezón lo tenía cualquiera y que era mejor mirar hacia otro lado.

Así que este sacerdote mexicano, uno de los primeros a los que “reclutó” Maciel, calló durante décadas, mientras el fundador continuaba abusando de seminaristas y dejando embarazadas a adolescentes, porque la obra de la Legión “era buena”.

Por Dios bendito; ¿cómo puede ser buena una obra de apostolado, o una diócesis o una congregación religiosa donde se encubre la mentira, el abuso, la pedofilia, la corrupción y las más bajas pasiones?

Veían a un sacerdote al que hay que proteger y disculpar, porque, en el fondo, no es un depredador, un pederasta, un abusador, sino “un hermano que ha caído”, pero al que no se corrige

Pero quizás las palabras de este prelado vaticano de los años 60 del pasado siglo sean una buena explicación de lo que ha ocurrido en las últimas décadas en la Iglesia católica. Básicamente, había un mal entendimiento de lo que constituye el escándalo, y éste debía ser ocultado antes que atajado. El mal no es deseable seguramente, pero lo importante es que no debía hacerse público para que “los de fe débil” no titubearan. Era un pésimo entendimiento de aquella máxima evangélica de “ay de aquellos que escandalicen”: como escandalizar es malo, entonces mejor ocultemos el mal, pero no hagamos nada por detenerlo.

Hay muchas causas que explican esta penosa práctica: la falta de oración, la confusión creada tras el concilio, la deficiente selección de los candidatos al sacerdocio, el sempiterno y nocivo buenismo y varias más, pero en este artículo me quiero detener en una: el exceso de corporativismo entre los miembros ordenados y consagrados de la Iglesia.

Todo parte de un mal entendido concepto de fraternidad cristiana. Cristo, en el Evangelio, manda amar al prójimo como a uno mismo, y en eso se conoce que se es su discípulo. Pero este amor no es total ni perfecto si rehúsa a corregir y a reprender al amado. Es entonces cuando se pasa de ser hermanos a ser encubridores.

Se suele decir que los médicos son de los profesionales más corporativistas, en cuanto que un profesional sanitario nunca reconocerá la negligencia de otro. Es su forma de “protegerse” unos a otros, a pesar de que el paciente tenga razón y haya sido víctima de una negligencia médica.

Miles de personas los denunciaban ante las autoridades eclesiales, y éstas se limitaban a guardar silencio y a cambiar al sujeto de parroquia para que siguiera con sus depravaciones

Sin embargo, me atrevería a decir que, entre los sacerdotes se da un corporativismo aún mayor, debido a esta fraternidad mal entendida. Es significativo comprobar, por ejemplo, que un sacerdote o consagrado casi siempre se fiará antes de otro sacerdote que de un laico. Y esto no corresponde a un deseo sincero de búsqueda de la verdad, sino a un mal entendido espíritu de cuerpo. Inconscientemente, siempre escucharán antes a “uno de los suyos” que a uno de “un escalón inferior”.

Miles de personas denunciaban a los curas corruptos y pederastas de Pensilvania ante las autoridades eclesiales, y éstas se limitaban a guardar silencio y a cambiar al sujeto de parroquia para que continuara con sus depravaciones. Veían en ellos a un sacerdote, “a uno de su casta” al que hay que proteger y disculpar, porque, en el fondo, no es un depredador, un pederasta, un abusador, sino “un hermano que ha caído”, pero al que no se corrige. Se le acoge con misericordia mal entendida, tal vez se le trata de ayudar, pero no se atajan de raíz sus atrocidades.

En ocasiones es difícil convencer a un sacerdote de que un hermano suyo (y más si pertenecen a la misma congregación o diócesis) necesita ayuda psicológica o psiquiátrica. O de que está actuando mal, sin necesidad de llegar a las aberraciones antes descritas. O de que está equivocado. O de que su proceder en un determinado tema no es correcto.

El sacerdote o religiosa en cuestión esquivará el tema, protegerá la actuación de su hermano y mostrará desconfianza hacia lo que dice ese laico. Ése es el corporativismo que tanto daño ha hecho y seguirá haciendo a la Iglesia hasta que no haya obispos y sacerdotes que pierdan el temor a enfrentarse “a uno de los suyos” y atajar el mal sin mirar quién lo comete.

Fuente: actuall.com


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