Las ofertas de empleo, casi en su totalidad, eran de ventas por abonos, la única diferencia entre uno y otro era el producto, pero en su mayoría eran vajillas, ropa de cama, licuadoras, libros de remedios caseros, diccionarios y en algunas ocasiones enciclopedias. Lloré muchas veces. No me visualizaba haciendo ese tipo de trabajo, no tenia aptitud de vendedor. Gracias a Dios, seis meses después encontré un buen empleo, —aunque debo de reconocer que sin palanca no lo hubiera conseguido.
Transcurrieron dos años desde que trunqué los estudios, pero disfrutaba de la recompensa de mi trabajo, y hasta le había tomado gusto, a tal grado que llegué a pensar que no necesitaba continuar estudiando.
Lito —que era su nombre abreviado— se graduó de maestro y se vino también para la capital. Con la diferencia que él no llego a trabajar sino a continuar su educación.
Un sábado recibí su inesperada visita y platicamos largo rato. Entre los diversos temas que tratamos me conto que vivía en una casa de huéspedes, y que estaba estudiando odontología en la universidad San Carlos. La plática estuvo entretenida y el tiempo se nos deslizó como pez entre las manos, y anocheció. Cuando llegó la hora de marcharse le ofrecí llevarlo hasta su hospedaje y él a me preguntó:
—¿Compraste moto vos?
— No, tengo un perolito —le respondí.
—¡Púchica vos! —Me dijo sorprendido—, ¿Qué carro es?
—¡Un chiltepe!... es un Volkswagen de color verde, por eso lo llamo así —le contesté sonriendo.
Reiniciamos la amistad que de manera involuntaria se había suspendido. Mientras el estudiaba yo le hacía frente al trabajo. Situación de la que se beneficiaba, porque yo siempre traía dinerito en la cartera y gasolina en mi “chiltepe” en el que nos íbamos de parranda. En pocas palabras y para no engordar tanto la historia, yo era el pagano de todas las fiestas.
Y como suele suceder después de ingerir varios tragos, se ablanda el pecho, se aguan los ojos, la lengua hace ejercicio, y palabras van y vienen.
—Cuando me gradúe y comience a trabajar…— me decía moqueando— ¡nunca me voy a olvidar lo bueno que has sido conmigo!, tampoco los prestamos que me has hecho, que ya ni sé cuánto te debo, pero te doy mi palabra que te voy a pagar todo. Me da vergüenza que solo vos pagues, pero los pocos centavos que me mandan mis viejitos no me alcanzan, ¡no puedo ahorcarlos y pedirles más! Sé que vine a estudiar, pero vos sabes que al cuerpo también hay que darle gusto. Y no es por hacerte la barba ni porque me invitás, la verdad es que me gusta andar con vos, yo te veo como mi hermano mayor y te juro que te vas a acordar de esta promesa.
El tiempo hizo lo que siempre hace, dejar recuerdos, y recordé cuando me invitó a su graduación, y unos me escribió contándome que ya había abierto su consultorio. En un par de años creció, como la levadura hace crecer el pan. Y se engolosinó. Le entró una desmedida hambre de riqueza que lo embrujó, hasta convertirlo en esclavo delirante de grandeza. Construyó la mejor casa del barrio, a donde se mudó para estar acorde a su nueva posición social, dejó a sus padres solos en la casita en la que creció. Su apetito insaciable de bienes no tenía fondo. Por todos lados había casas con Las puertas exteriores pintadas de color blanco, como sello de su propiedad. Sus préstamos con intereses elevados y a corto plazo eran imposibles de pagar y los dueños terminaban perdiéndolas. En cuanto tomaba posesión de estas les daba una chapuceada y las ponía en alquiler.
Jamás olvidare la última vez que lo visité. Yo pasaba por momentos difíciles y acudí “al dis-que amigo”. Me hizo esperar más de dos horas para atenderme, y cuando finalmente lo hizo me saludó con desgano, parecía haber adivinado a lo que iba, y le dejé ir el hachazo, sin rodeos:
—Mirá vos, Se que estas muy ocupado y por eso voy derecho a lo que vine. Ando jodido, mano —le dije—, y quiero pedirte que me hagás un préstamo…
Sin dejarme terminar la petición me interrumpió, y con la rapidez de un zarpazo me preguntó:
—¿Como de cuánto estamos hablando!
—Necesito cuatro mil, pero si no podés aunque sea la mitad. No te prometo pagártelos de junto, pero te doy mi palabra que en menos de cuatro meses te los pago, ¡Vos me conoces y sabes que soy hombre derecho y no te voy a quedar mal! —le dije acentuando la última oración.
—¡Es mucho dinero, “camarada” ! Y con ese trabajo que tenés ¡no creo que podás pagar un préstamo tan grande, en tan poco tiempo! ¡Sé que cuando nos íbamos de parranda me hiciste unos prestamitos, pero esas eran cosa de tragos, y no creo que haya sido tanto!
La piel se me enchinó, las tripas se me subieron a la garganta. No podía creer lo que escuchaba… de quien creí que era mi amigo y que solía llamarme hermano. Pensé callarlo y decirle que no había llegado a cobrarle, restregarle en la cara como lloriqueaba cuando me pedía que le prestara dinero, pero lo dejé continuar y puse cara de hule, porque a decir verdad necesitaba el dinero.
—¡Mirá, Jacobo, ahorita no tengo! Recién serré un trato y me quedé sin efectivo, pero yo paso a visitarte por la tarde. ¿Estás en la casa de tus papás verdad? —me preguntó.
—Así es, ¿Te acordás como llegar? —lo interrogué con ironía, y él me miró con recelo.
—Sí, entonces te veo más tarde, voy a ver cuánto te puedo reunir. Y me vas a disculpar pero estoy muy ocupado —me dijo, al mismo tiempo que me daba una palmada en el hombro.
Me dolieron las sentaderas de estar sentado esperándolo.
Su deseo de superación lo llevó a pasar por encima de todo obstáculo que se le atravesó, y la vida le cambió, pero su afán desproporcionado y mezquino lo convirtió en un roñoso. Borró de su diccionario las palabras humildad, agradecimiento y generosidad, a tal extremo, que le tiembla la mano cuando le regala unos quetzales a sus ancianos padres.
Transcurrieron dos años desde que trunqué los estudios, pero disfrutaba de la recompensa de mi trabajo, y hasta le había tomado gusto, a tal grado que llegué a pensar que no necesitaba continuar estudiando.
Lito —que era su nombre abreviado— se graduó de maestro y se vino también para la capital. Con la diferencia que él no llego a trabajar sino a continuar su educación.
Un sábado recibí su inesperada visita y platicamos largo rato. Entre los diversos temas que tratamos me conto que vivía en una casa de huéspedes, y que estaba estudiando odontología en la universidad San Carlos. La plática estuvo entretenida y el tiempo se nos deslizó como pez entre las manos, y anocheció. Cuando llegó la hora de marcharse le ofrecí llevarlo hasta su hospedaje y él a me preguntó:
—¿Compraste moto vos?
— No, tengo un perolito —le respondí.
—¡Púchica vos! —Me dijo sorprendido—, ¿Qué carro es?
—¡Un chiltepe!... es un Volkswagen de color verde, por eso lo llamo así —le contesté sonriendo.
Reiniciamos la amistad que de manera involuntaria se había suspendido. Mientras el estudiaba yo le hacía frente al trabajo. Situación de la que se beneficiaba, porque yo siempre traía dinerito en la cartera y gasolina en mi “chiltepe” en el que nos íbamos de parranda. En pocas palabras y para no engordar tanto la historia, yo era el pagano de todas las fiestas.
Y como suele suceder después de ingerir varios tragos, se ablanda el pecho, se aguan los ojos, la lengua hace ejercicio, y palabras van y vienen.
—Cuando me gradúe y comience a trabajar…— me decía moqueando— ¡nunca me voy a olvidar lo bueno que has sido conmigo!, tampoco los prestamos que me has hecho, que ya ni sé cuánto te debo, pero te doy mi palabra que te voy a pagar todo. Me da vergüenza que solo vos pagues, pero los pocos centavos que me mandan mis viejitos no me alcanzan, ¡no puedo ahorcarlos y pedirles más! Sé que vine a estudiar, pero vos sabes que al cuerpo también hay que darle gusto. Y no es por hacerte la barba ni porque me invitás, la verdad es que me gusta andar con vos, yo te veo como mi hermano mayor y te juro que te vas a acordar de esta promesa.
El tiempo hizo lo que siempre hace, dejar recuerdos, y recordé cuando me invitó a su graduación, y unos me escribió contándome que ya había abierto su consultorio. En un par de años creció, como la levadura hace crecer el pan. Y se engolosinó. Le entró una desmedida hambre de riqueza que lo embrujó, hasta convertirlo en esclavo delirante de grandeza. Construyó la mejor casa del barrio, a donde se mudó para estar acorde a su nueva posición social, dejó a sus padres solos en la casita en la que creció. Su apetito insaciable de bienes no tenía fondo. Por todos lados había casas con Las puertas exteriores pintadas de color blanco, como sello de su propiedad. Sus préstamos con intereses elevados y a corto plazo eran imposibles de pagar y los dueños terminaban perdiéndolas. En cuanto tomaba posesión de estas les daba una chapuceada y las ponía en alquiler.
Jamás olvidare la última vez que lo visité. Yo pasaba por momentos difíciles y acudí “al dis-que amigo”. Me hizo esperar más de dos horas para atenderme, y cuando finalmente lo hizo me saludó con desgano, parecía haber adivinado a lo que iba, y le dejé ir el hachazo, sin rodeos:
—Mirá vos, Se que estas muy ocupado y por eso voy derecho a lo que vine. Ando jodido, mano —le dije—, y quiero pedirte que me hagás un préstamo…
Sin dejarme terminar la petición me interrumpió, y con la rapidez de un zarpazo me preguntó:
—¿Como de cuánto estamos hablando!
—Necesito cuatro mil, pero si no podés aunque sea la mitad. No te prometo pagártelos de junto, pero te doy mi palabra que en menos de cuatro meses te los pago, ¡Vos me conoces y sabes que soy hombre derecho y no te voy a quedar mal! —le dije acentuando la última oración.
—¡Es mucho dinero, “camarada” ! Y con ese trabajo que tenés ¡no creo que podás pagar un préstamo tan grande, en tan poco tiempo! ¡Sé que cuando nos íbamos de parranda me hiciste unos prestamitos, pero esas eran cosa de tragos, y no creo que haya sido tanto!
La piel se me enchinó, las tripas se me subieron a la garganta. No podía creer lo que escuchaba… de quien creí que era mi amigo y que solía llamarme hermano. Pensé callarlo y decirle que no había llegado a cobrarle, restregarle en la cara como lloriqueaba cuando me pedía que le prestara dinero, pero lo dejé continuar y puse cara de hule, porque a decir verdad necesitaba el dinero.
—¡Mirá, Jacobo, ahorita no tengo! Recién serré un trato y me quedé sin efectivo, pero yo paso a visitarte por la tarde. ¿Estás en la casa de tus papás verdad? —me preguntó.
—Así es, ¿Te acordás como llegar? —lo interrogué con ironía, y él me miró con recelo.
—Sí, entonces te veo más tarde, voy a ver cuánto te puedo reunir. Y me vas a disculpar pero estoy muy ocupado —me dijo, al mismo tiempo que me daba una palmada en el hombro.
Me dolieron las sentaderas de estar sentado esperándolo.
Su deseo de superación lo llevó a pasar por encima de todo obstáculo que se le atravesó, y la vida le cambió, pero su afán desproporcionado y mezquino lo convirtió en un roñoso. Borró de su diccionario las palabras humildad, agradecimiento y generosidad, a tal extremo, que le tiembla la mano cuando le regala unos quetzales a sus ancianos padres.
Baltazar Peña
24 de agosto de 2011
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