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Mi padre, el sacerdote

Relatos de hijos de religiosos católicos están saliendo a la luz en todo el mundo, convirtiéndose en un nuevo desafío para la Iglesia. Chile no está al margen de este fenómeno. Estas son tres historias narradas por sus protagonistas, quienes revelan sus vivencias, miedos, alegrías y cómo enfrentaron a las autoridades eclesiásticas.
Mauricio Ramírez Ramírez cruzó la antigua puerta de madera de la parroquia Santísimo Sacramento, en Iquique, y avanzó sin quitar la vista del sacerdote Domingo Soto Díaz. Ese viernes 5 de diciembre de 1980, frente a 200 asistentes, el “cura Soto”, como lo llamaban en el barrio El Morro, subió hasta el altar, abrió su vieja Biblia y repasó por última vez los salmos que leería en la ceremonia más importante que ofició en su vida religiosa: el matrimonio de su propio hijo.

“Muy pocos han tenido la suerte que yo tuve, que sea tu papá el que bautice, el que oficie tu Primera Comunión, el que te confirme y el que te case. Me siento orgulloso de haber vivido eso”, dice Mauricio.

La elección de la parroquia de calle Wilson para celebrar su matrimonio tenía un significado especial. El terreno donde se levantó esa iglesia fue por 22 años el lugar donde vivió junto a sus padres y hermanos. Una amplia casa construida al costado del recinto religioso acogió a la familia que formaron el sacerdote Domingo Soto, Doris Ramírez y sus seis hijos (uno de los cuales murió cuando tenía seis meses).

Fue allí donde el secreto mejor guardado del barrio El Morro tuvo su punto de origen, cuando el párroco conoció a la joven empleada doméstica del obispado y se enamoraron.

Hoy, a sus 62 años, Mauricio relata con una mezcla de nostalgia y orgullo cómo fue la vida de un niño, adolescente y adulto que cargó con la responsabilidad de guardar el secreto que le contaron cuando tenía ocho años.

La figura pública de su padre, conocido por su activo rol social en dictadura y su vida académica en colegios y universidades, obligó a su madre a tomar resguardos para evitar sanciones de la Iglesia que podían terminar en su traslado. Así, los cinco hermanos Ramírez aprendieron a llamar “padrino” a su padre cuando estaban en público, o a explicar por qué vivían en la casa de un cura: “Teníamos que decir que el padre Soto nos había acogido en su casa. Solo cuando todos se iban le podíamos volver a decir papá”, relata. Sobre su apellido, Mauricio aclara: “Nos quedamos con el apellido de mi mamá, porque queríamos proteger a mi padre”.

Pese a los resguardos y al silencio solidario que mantuvo la comunidad de fieles, en 1978 la crisis fue inevitable. Ese año, el padre Soto decidió confesarse con su superior, el obispo José del Carmen Valle. Y su revelación no cayó bien en la Iglesia.

Tal fue el revuelo dentro del obispado y en los sectores conservadores de la época, que a pocos días de su confesión religiosa, y ante su negativa de abandonar la parroquia que por 38 años dirigió, Carabineros intervino para tratar de sacarlo por la fuerza. “Pero la gente, que lo quería y lo respetaba mucho, salió a defenderlo. No dejaron que Carabineros nos sacara de la Iglesia”, recuerda Mauricio. Para evitar que la tensión escalara entre los pobladores y la policía, el religioso cedió.

Mauricio y su familia se mudaron a una casa de calle Aníbal Pinto, a pocas cuadras. Aunque el Obispado de Iquique pidió sanciones por su caso, el Vaticano nunca las aplicó. Desde ese día los habitantes de El Morro apodaron al sacerdote “el padre sin iglesia”, recuerda su hijo.

Su alejamiento de la parroquia del Santísimo Sacramento coincidió con un empeoramiento en la salud del sacerdote, su diabetes lo obligó a usar silla de ruedas, hasta fallecer en 1988. Fue velado con todos los honores de un sacerdote.

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En febrero pasado, una investigación de The New York Times dio a conocer la existencia de protocolos secretos del Vaticano para enfrentar los casos de clérigos que tienen hijos. “Es el próximo gran escándalo de la Iglesia Católica. Hay hijos de sacerdotes por todas partes”, advirtió Vincent Doyle, un psicoterapeuta irlandés, quien tras enterarse de que el párroco de su comunidad en realidad era su padre, decidió crear en 2014 la primera agrupación internacional de apoyo a hijos de sacerdotes. Desde entonces, Coping International, Children of Priests & Religious ha recopilado miles de testimonios en todo el mundo.

“¿La Iglesia Católica cómo puede afirmar que es provida cuando sus propios hijos son estigmatizados e ignorados, silenciados y maltratados?”, señala Doyle a Reportajes.

Tras la investigación del periódico norteamericano, el cardenal Beniamino Stella, prefecto de la Congregación para el Clero del Vaticano, dio una entrevista reconociendo la existencia de un documento interno de la Iglesia Católica llamado “Nota relativa a la praxis de la Congregación para el Clero en relación a los clérigos con hijos”, que se entrega a las conferencias episcopales y a los obispos, donde se establecen las directrices para abordar casos de este tipo.

Según detalló el cardenal, el mandato desde el pontificado de Benedicto XVI es acelerar los trámites de dispensa sacerdotal para todos aquellos religiosos menores de 40 años que tuvieran hijos, para que ejerzan plenamente su paternidad. Sin embargo, la dispensa es voluntaria y debe ser solicitada por el propio religioso al Vaticano. En caso de no hacerlo, el obispo o superior de la congregación debe evaluar caso a caso si eleva una causa para suspenderlo del estado clerical. Expertos en Derecho Canónico coinciden en que no hay ninguna causal para expulsar a sacerdotes por tener hijos, solamente es posible hacerlo si rompen el celibato de forma permanente, manteniendo una relación sentimental prolongada en el tiempo. Por eso, en algunas ocasiones se llega a un acuerdo para tapar el asunto, por ejemplo, cuando el sacerdote terminó su relación sentimental con su pareja y ayuda económicamente a su descendencia; cuando el hijo cuenta con otra figura paterna que le entregue sustento, o cuando los hijos ya son mayores de 20 años.

El cardenal Stella agregó un dato revelador: “Un cálculo aproximado de las solicitudes de dispensa muestra que alrededor del 80% de ellas implica la presencia de prole”.

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Un cuadro con la imagen de la Virgen de la Anunciación y un crucifijo dorado sobre el escritorio decoraban la oficina de entonces obispo de San Felipe, Cristián Contreras. Era cerca del mediodía del 22 de julio de 2014 cuando Ignacio Miranda, párroco de Cabildo, ingresó al despacho del prelado, se sentó frente a él y le explicó el motivo de su urgente encuentro: “Obispo, voy a dejar la parroquia porque voy a ser papá”, lanzó.

Según el relato de Miranda, el rostro de Contreras -a quien el Papa Francisco le aceptó la renuncia en septiembre de 2018- se tornó serio y molesto. “Chiquillo, podríamos haberte ayudado, pero si es tu decisión, la respeto. Gracias por tu franqueza, pero esto se podría haber evitado”, dijo antes de levantarse, estrecharle la mano y acompañarlo hasta la puerta del obispado.

Esa fue la despedida del “padre Nacho”, que generó conmoción entre los fieles de Cabildo. Para disipar los rumores, días después él mismo les contó la noticia a través de la radio local “Maxx Radio Chile”: “Buenos días, saludos a todas las personas que escuchan tu radio. A ver…, no es fácil este tema, menos aún conversarlo por la radio. Lo que estoy viviendo ahora no es un error, no estoy equivocado, acá hay una decisión tomada con el cariño a Dios y con la persona que quiero comenzar una nueva vida”, afirmó.

Ignacio Miranda había llegado el año 2005 a la localidad ubicada a 175 kilómetros de Valparaíso. Siendo aún diácono fue enviado para cumplir labores pastorales. Su cercanía con los feligreses, sus visitas a zonas rurales y su juventud le dieron rápida notoriedad entre los habitantes.

Ese mismo año, trabajando en la parroquia conoció a Verónica, una de las catequistas, y surgió una amistad. Y la amistad, tras ordenarse sacerdote en 2010, incubó un conflicto interno en sus vidas. “Lamentablemente, y es lo que les pasa a los sacerdotes, estos temas no se pueden hablar. No sé si por miedo, por vergüenza, pero uno no se atreve a contar que está aflorando en ti el amor humano. Para mí fue un conflicto fuerte, porque quería ser sacerdote, era mi vocación. Pero, por otro lado, empecé a sentir ese amor humano, y ya no solo el amor divino, hacia Dios”, recuerda Ignacio. Para Verónica, el asunto tampoco fue sencillo de abordar. “Ella me decía que esta situación le produjo conflicto por estar enamorada de un sacerdote. Ella sufrió bastante por eso”.

Finalmente, en 2012 Verónica e Ignacio empezaron una relación sentimental que decidieron mantener bajo estricta reserva. Ni amigos ni familiares sabían que estaban juntos. Eso, hasta 2014. “Ese año me dijo que estaba embarazada, ahí decidí ‘colgar la sotana’. Cuando me contó, me emocioné. Pero sobre la marcha me dijo: ‘Te tengo otra noticia, no es una, van a ser dos, son gemelas’. Ahí me puse a llorar y pensé que Dios me las regaló, fue una bendición”.

Tras dejar la Iglesia, su mayor preocupación era a qué se dedicaría para mantener a sus hijas. Comenzó a golpear puertas en búsqueda de trabajo. Y fue el concejal Víctor Donoso quien le dio su primera oportunidad laboral. En una pequeña oficina comenzó a atender los problemas de los vecinos de la comuna. Su popularidad, lejos de decaer, se incrementó. Fue así como decidió entrar en la política y competir en 2016 por un cupo de concejal apoyado por la DC. Fue la primera mayoría local y ahora integra el concejo municipal de Cabildo.

Está impedido de celebrar misas o sacramentos, pero sigue siendo sacerdote, ya que nunca solicitó la dispensa al Papa como exige la normativa canónica. Aún en la calle, vecinos de la comuna lo saludan con humor como “el padre Nacho”. Ignacio Miranda, hoy de 43 años, asegura que “mientras vivamos en Cabildo, mis hijas siempre serán las hijas del cura. Yo siempre seré el cura. Y Verónica siempre será la catequista que se enamoró del cura”.

En Chile hay varios casos conocidos de sacerdotes que han tenido hijos. Uno de los que más dieron que hablar en su momento fue el de José Andrés Aguirre -el cura “Tato”-, fallecido en 2013, quien estuvo en prisión por abusos y estupro. A fines de los 90, antes de que comenzaran las denuncias en su contra, el sacerdote fue padre de un niño, hecho que estuvo en conocimiento del arzobispo de la época, Carlos Oviedo. O el caso de Bernardo Durier, un combativo cura francés de los cerros de Valparaíso, quien en 2002, a los 62 años, tras 30 años de ejercicio sacerdotal, dejó los hábitos para casarse con la madre de sus dos hijos, ya mayores de edad. O el escándalo que enfrentó el 2015 la Diócesis de Temuco, cuando el sacerdote Darío Celedonio Fuentes fue suspendido del cargo, tras conocerse una demanda de pensión alimenticia para su hijo de 12 años y una denuncia por violencia intrafamiliar.

El portavoz de la Conferencia Episcopal de Chile, Jaime Coiro, señala que no existe un registro o una estimación de cuántos casos hay en el país, pero sí lineamientos fijados por el Vaticano: “Los últimos dos Papas y las autoridades y organismos competentes del Vaticano han subrayado con claridad un criterio general a seguir: que los sacerdotes con hijos dejen su ministerio para asumir su rol y responsabilidad como padres, la que constituye su primer deber. Ante una consulta sobre esta materia, este criterio fue expresado con claridad a los obispos chilenos que participaron en la visita ad limina el año 2008”, explica.

Aunque hay excepciones que quedan a criterio de cada obispo, “la mayor preocupación es el bien de esos hijos, más allá de toda otra circunstancia vinculada a la persona del sacerdote. Esos hijos necesitan padres activos y completos, y la Iglesia no puede avalar una ausencia tan relevante en el acompañamiento de la vida de las personas. También preocupa que puedan existir situaciones de “doble vida” que hayan sido escondidas a toda una comunidad, y a veces por años”, sostiene Coiro.

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A sus compañeros de colegio les mentía y les decía que su padre era un vendedor de autos, pero tras las clases corría a la iglesia para vestirse de acólito y así estar al lado de él. “Siempre fui acólito para estar cerca de mi papá. Eso nos ayudó a hacernos más amigos, porque podíamos conversar más. Así que un día, a los 16 años, le pregunté por qué había elegido ser cura, por qué no optó por una familia normal. Y me contestó que esa era su vocación, que lamentablemente ya había elegido ese camino”.

Veintisiete años han pasado desde que Alfredo Rivas (43) sostuvo esta conversación con su padre, el sacerdote Rigoberto Rivas Chávez, pero su respuesta aún se mantiene fresca en su memoria. Los recuerdos de su padre, dice Alfredo, han sido difíciles de borrar, ya que pese que vivían separados, se las ingeniaba para estar presente y ser una figura paterna.

Lograr mantener la relación familiar fue una tarea compleja y cada día les exigía a él, a su madre y a su hermano mantener en secreto la identidad de su progenitor.

A diferencia de otros casos, “Rigo”, como apodaban al religioso, decidió reconocer a sus dos hijos, les dio su apellido y aportaba económicamente para mantenerlos. Pero esa decisión tuvo consecuencias: “Cuando en la iglesia descubrían que mi papá volvía a tener una relación cercana con nosotros, su familia, lo castigaban. Lo enviaban lejos, incluso al extranjero. Estaba prohibido que tuviéramos una relación familiar. Y él sufría por eso”, recuerda Alfredo.

En una época, Alfredo, su hermano y su madre se trasladaron a Chillán, mientras su padre vivía en Concepción, donde fue párroco de la Iglesia San Ramón Nonato. A pesar de la distancia de casi 100 kilómetros, viajaban todas las semanas para verse.

Cuando Alfredo tenía cinco años, en una pequeña oficina ubicada a metros del arzobispado, el propio cura Rivas le explicó que a partir de ese día ya no podía decirle “papá” en lugares públicos. “Aquí, en Concepción, ahora soy tu tío”, le dijo.

A partir de entonces entendió que la identidad de su progenitor debía mantenerla en secreto. Para no cometer errores, inventó una vida ficticia para su padre, quien incluso viajaba desde su casa al colegio en su auto marca Opel modelo Rekord. “Cuando mis profesores y mis compañeros me preguntaban qué hacía mi papá, les inventaba que trabajaba en una compraventa de autos, ya que por su trabajo en la iglesia cambiaba muy seguido de vehículos”.

Y en la calle, para evitar revelar su vínculo sanguíneo, junto a su hermano optaron por llamarlo “weñe”, que en mapudungún significa “niño”. Pese a las restricciones para compartir con su padre, Alfredo dice que vivió en una familia normal. La diferencia, dice entre risas, es que la relación de sus padres comenzó en una parroquia de la ciudad de Penco, en la Región del Biobío, donde su madre era catequista y él un párroco local.

Uno de los últimos castigos que afectó al padre Rivas ocurrió cuando estaba próximo a cumplir los 65 años. Una denuncia anónima llegó al obispado local, que no tardó en tomar medidas: el religioso fue enviado a itinerar a Arica; es decir, debía recorrer poblaciones y calles locales predicando pasajes de la Biblia. “Pese al castigo, nosotros igual viajamos a Arica para verlo”, recuerda Alfredo.

Conforme pasaban los años, la salud del padre Rivas empeoró. A tal punto, que pasó seis meses internado en un centro asistencial, luego de que le detectaran un glioma cerebral. “Qué bueno que tuve hijos, sabía que este día iba a llegar”, les dijo antes de fallecer, en mayo de 2001. Fue sepultado con todos los honores sacerdotales. Ese día, Alfredo decidió romper el secreto: “Ese día decidí contar abiertamente que mi papá era un cura. El día que murió mi papá me liberé, empecé a contar la verdad”.

Su muerte, sin embargo, trajo una nueva complicación para su familia. La disputa por bienes. Según Alfredo, “poco antes de que mi papá muriera, alcanzamos a hacer trámites y pudimos recuperar tres casas, un terreno en Quillón y unos vehículos. Pero al día siguiente de que falleció todas sus otras cosas ya habían sido traspasadas al Arzobispado de Concepción”.

Fuente: latercera.com








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